El Coyote y el cuchillo-trueno

Un día Papá Coyote salió de su casa a dar un paseo. Era ese tiempo del año en que sus crías estaban tan fastidiosas que no lo dejaban dormir. Cerca de allí una Langosta estaba moldeando cerámica bajo un árbol. Y cada vez que la Langosta movía la cuchara para moldear por la suave jarra de arcilla, cantaba una canción. El Coyote, mientras caminaba y se acercaba a la Langosta, pensó:

“Esa es la canción que necesito para hacer dormir a mis ú-un”, y siguiendo el sonido, llegó al árbol y halló a Chich-wí-deh trabajando. Pero al ver a Coyote, enmudeció.

“Langosta amiga”, le dijo, “enséñame esa canción así podré hacer dormir a mis bebés”.

Pero la Langosta no le contestó, y él repitió:

“Langosta amiga, enséñame esa canción”.

Pero la Langosta siguió sin decir palabra. El Coyote, perdiendo su paciencia, le gritó:

“¡Langosta, si no me enseñas esa canción, te comeré!”

Ante tal amenaza, la Langosta le mostró la canción y la cantaron juntos hasta que el Coyote se la aprendió.

“Ya la aprendí, gracias”, dijo. “Ahora iré a casa y se la cantaré a mis bebés y dormirán”.

Y el Coyote se marchó. A mitad del camino a su casa, llegando a una laguna, una bandada de Asustados-del-Agua, como los Tiwa llaman irónicamente a los Patos, pasó volando muy cerca de su cabeza, y le hicieron olvidar la canción. Miró hacia todas direcciones, dio vueltas las rocas y buscó entre los pastos, pero no pudo encontrar la canción por ninguna parte. Así que volvió a donde estaba la Langosta a que le enseñase nuevamente la canción.

Pero cuando Coyote se acercaba, aún a cierta distancia, la Langosta lo vio y abandonó su cascarón, como lo hacen las serpientes con su piel, y lo llenó con arena. Luego la sentó bajo el árbol y le colocó la cuchara para moldear y los jarros de arcilla y subió al árbol.

Acercándose, el Coyote le dijo:

“Amiga Langosta, enséñame esa canción nuevamente, porque me asusté y me hicieron olvidar la canción”.

Pero la Langosta no le contestó.

“Escúchame, Langosta, te lo preguntaré una vez más, ¡y si no me enseñas esa canción, te comeré!”

Aún sin respuesta, el Coyote muy enojado se tragó el cascarón de la Langosta, la arena, la cuchara y todo, y volvió a su casa, diciéndose:

“Ahora tengo la canción dentro de mí”.

Pero a mitad camino de su casa, se detuvo, se golpeó la frente y se dijo:

“¡Qué tonto fui! Ahora me vuelvo a casa sin la canción. Si hubiera dejado la Langosta viva y le hubiera insistido un poco más, de seguro me la hubiera enseñado. Ahora la tendré que sacar dentro de mí para ver si me la quiere enseñar”.

Y comenzó a buscar alrededor un cuchillo-trueno de obsidiana, cantando:

¿Dónde puedo hallar Shí-eh-fún?

¿Dónde puedo hallar Shí-eh-fún?

Finalmente encontró un gran pedazo de la roca negra y la partió hasta que obtuvo un cuchillo. Luego, con su dedo, hizo una línea en su pecho y dijo:

“Cortaré aquí y la sacaré”.

Y se cortó.

“¡Piedad!”, gritó. “¡Cómo duele!”

Y se cortó nuevamente, más profundo.

“¡Por Dios! ¡Cómo duele!”, gritó con todas sus fuerzas.

Y la tercera vez que se cortó, cayó al suelo y murió, sin haber aprendido la canción de la Langosta.

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