Las escondidas mágicas

Una vez vivieron, en una aldea Tiwa del otro lado de las montañas, un hombre y su esposa que pensaban más que otros padres acerca del futuro de sus hijos. Para criar mejor a sus hijos se mudaron a un pequeño rancho algo alejado de la aldea, y allí les enseñaron a sus dos pequeños hijos todo lo que sabían. A los niños les encantaba el campo, los juegos y la caza, y los padres, contentos, se decían el uno al otro:
“Tal vez algún día sean grandes cazadores”.

Cuando el niño más grande cumplió doce años y el menor diez, ambos ya eran expertos con los pequeños arcos que su padre les había hecho. Y ya traían a casa muchos conejos cuando los dejaban alejarse un poco de su casa. Sus padres le permitían salir a cazar solo con una condición; podían ir al este, al norte o al oeste, pero jamás debían ir en dirección al sur.

Día tras día salían a cazar, trayendo más y más conejos y perfeccionándose en su cacería. Un día, que habían salido a cazar al este, el hermano mayor le preguntó:

“Hermano, ¿puedes explicarme por qué no podemos ir a cazar al sur?”

“No sé nada”, le contestó el menor, “más que lo que oí decir una vez a nuestros padres. Hablaban de una anciana que vive en el sur y come niños. Por eso es que no nos dejan ir al sur”.

“¡Bah!”, dijo el mayor, “no creo en esas cosas. La razón verdadera debe ser que quieren conservar los conejos del sur, porque temen que los cacemos a todos. Deben haber cientos de conejos en el bosque allí abajo. Vayamos a ver, no se enterarán”.

El menor se convenció de lo que decía su hermano y partieron juntos, y luego de una larga caminata, llegaron al bosque. Estaba lleno de conejos, corriendo por doquier. Los niños comenzaron a cazarlos, hasta que repentinamente oyeron una voz maternal que los llamaba a través del bosque. Y en ese momento apareció una anciana que llegaba desde el sur, y les dijo:

Mah-kú-un, nietos, ¿qué hacen por aquí, a dónde nadie se atreve a venir?”

“Estábamos cazando, abuela”, le contestaron. “Nuestros padres no nos dejaban venir al sur. Pero hoy vinimos a ver si aquí había más conejos que en otros lados”.

“¡Ah!, estos animales que ven aquí no son nada. Vengan que les muestro donde hay muchos. Podrán llevarles a sus padres unos conejos muy grandes”, pero ella los estaba engañando.

Ella traía una gran canasta en su espalda. La apoyó en el suelo y cargó a los niños en ella para llevarlos bien adentro del bosque. Llegaron a una casa vieja y enclenque, y apoyando la canasta en el suelo, les dijo:

“Hemos llegado aquí donde nadie ha venido antes y donde no hay escapatoria. No hay caminos para marcharse, así que se quedarán aquí tranquilos, ¡o me los comeré a los dos!”

Los niños tenían mucho miedo, y le dijeron que se quedarían allí tranquilos. La anciana entró a la casa y le pidió a su esposo, que era igual de malvado que ella, que fuera a recoger leña para encender un gran fuego en el horno. Durante todo el día el fuego ardió, y el horno se calentó como nunca lo había estado. A la noche la anciana bruja removió las brasas, y llamando a los niños, los obligó a meterse dentro del horno en llamas.

Luego la anciana puso una roca lisa en la puerta del horno y otro en la salida de humo, y los selló bien con arcilla. Durante toda la noche, la anciana y su esposo se regocijaban pensando en el desayuno que comerían a la mañana siguiente, el alimento preferido de los brujos, los niños.

Pero a la mañana siguiente, cuando la anciana descorrió la tapa del horno, allí estaban los dos niños, ilesos, riendo y jugando, porque los Wháy-nin, los Verdaderos, habían entrado en el horno para protegerlos del calor.

Dejando salir a los niños, la anciana corrió a la casa y regaño a su esposo por no haber calentado lo suficiente el horno.

“¡Ve ahora mismo”, le gritó la anciana, “y coloca toda la madera que quepa, y mantén el fuego ardiendo todo el día!”

Al llegar la noche, la anciana preparó el horno, que estaba más caliente que la vez anterior, colocó a los niños dentro y selló la puerta. Pero a la mañana siguiente, los niños estaban ilesos y salieron del horno a jugar.

La anciana bruja estaba furiosa, y dándoles sus arcos y flechas, los envió a que jugaran. Y ella se quedó en la casa todo el día golpeando a su esposo por no saber hacer un fuego.

Cuando los niños regresaron a la tarde, la anciana les dijo:

“Mañana, niños, jugaremos a Nah-u-p'ah-chí, a las escondidas, y al que lo encuentren tres veces, tendrá que pagar con su vida”.

Los niños asintieron, y secretamente le rezaron a los Verdaderos para que los ayudaran, porque sabían que la anciana bruja y su esposo andaban “por el mal camino”.

Al día siguiente, la anciana los llamó para comenzar a jugar. Los niños se debían esconder primero, y cuando la anciana se cubrió los ojos y prometió no mirar, fueron hasta la casa y se escondieron detrás de las vigas de la puerta. Y por más que alguien mirara y mirara, solo podría ver madera, ya que los Verdaderos los habían vuelto invisibles. Entonces los niños gritaron:

“¡Hi-táh!”, y la anciana comenzó a buscarlos, cantando la canción de las escondidas:

¿Hi-táh yahn

Hi chu-ah-kú

Mi, mi, mi?

¿Ahora, ahora

Por dónde, por dónde

Se fueron, se fueron se fueron?

Y luego de buscarlos un rato, la anciana gritó:

“¡Pequeños, están detrás de los postes de las puertas! ¡Salgan ya!”

Los niños salieron. Luego se cubrieron los ojos mientras la anciana se iba a ocultar. Cerca de allí había una laguna con patos, y encogiéndose, se fue a esconder en el ala izquierda de un pato con cabeza azul. Y cuando oyeron:

“¡Hi-táh!”, salieron en busca de la anciana cantando.

Finalmente, el mayor gritó:

“Anciana, estás bajo el ala izquierda del pato más blanco de la laguna, el que tiene cabeza azul. ¡Sal ya!”

Cuando les tocó a los niños esconderse, se hicieron pequeños y se metieron en el carcaj junto con sus arcos y flechas. La anciana tuvo que cantar la canción muchas veces, hasta que pudo encontrarlos, y gritó:

“¡Salgan del carcaj donde están escondidos!”

Luego, en el turno de la anciana, se hizo muy, muy pequeña y se fue a esconder detrás de la pata de una grulla que estaba parada junto a la laguna. Pero finalmente los niños pudieron encontrarla.

Era su última oportunidad de esconderse, y la anciana ya se regocijaba por la victoria, mientras esperaba a que se escondieran. Pero esta vez, subieron hasta el Sol, el padre de todas las cosas, y se escondieron bajo su brazo derecho. La anciana bruja buscó por doquier y utilizó todos sus poderes para encontrarlos, pero fue en vano. Y cuando se cansó de buscar, gritó:

“¡Hi-táh-ow!”, y los niños salieron debajo del brazo del Sol, contentos.

En el último turno de la anciana, fue hasta el lago y se metió dentro de un pez, segura de que no la encontrarían. Les llevó mucho tiempo a los niños descubrirla, pero finalmente, gritaron:

“¡Anciana, estás dentro del pez más grande del lago, sal de allí!”

Mientras ella se acercaba caminando en su tamaño normal, los niños le dijeron:

“¡Recuerda el trato!”.

Y con sus filosas flechas y sus arcos mataron a la anciana bruja y a su anciano esposo. Les quitaron sus malvados corazones y los colocaron dentro de dos mazorcas de maíz sin manchas, de manera que si la bruja volvía a vivir, ya no sería malvada, sino personas con buen corazón. Sin embargo, nunca volvieron a vivir.

Tomando sus arcos y flechas, los dos jóvenes, ya que los cuatro días que habían permanecido en el bosque habían sido en realidad cuatro años, volvieron a su casa. En la aldea encontraron a sus padres desesperados, quienes habían pedido al Cacique ordenar una búsqueda de su paradero.

Cuando todos vieron a los jóvenes y oyeron su historia, hubo un gran regocijo, ya que esos dos brujos habían sido el terror de la aldea durante años. Excepto ellos, nadie había osado ir a cazar al sur. Y hasta el día de hoy, los animales abundan allí más que en cualquier otra parte, ya que allí se había cazado menos que en otros lugares. Los dos jóvenes fueron perdonados por su desobediencia, que es un asunto muy serio a su edad, y fueron nombrados héroes. El Cacique les entregó sus dos hijas como esposas, y todo el pueblo los honró.

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