El Niño Antílope



Había una vez dos aldeas Tiwa, una llamada Nah-bah-tu-tu-i, la Aldea Blanca, y otra llamada Nah-chu-ri-tu-i, la Aldea Amarilla. Un hombre de la aldea Nah-bah-tu-tu-i y su mujer fueron atacados por los Apaches un día que caminaban por las praderas y debieron refugiarse en una cueva donde fueron asediados. Allí la mujer dio a luz a un hijo suyo. El padre murió intentado regresar a su aldea en busca de ayuda. Y la madre, impulsada por el hambre, debió salir de la cueva en busca de raíces para comer. Perseguida por los Apaches, logró escapar a su aldea, pero pasaron muchos días antes de que pudiera regresar a la cueva, solo para encontrarla vacía.

El bebé había comenzado a llorar a penas la madre había partido. Justo en ese momento, un coyote que pasaba cerca, lo escuchó. Apiadándose del niño, lo recogió y lo llevó consigo a través de las praderas hasta que se topó con una manada de antílopes. Entre ellos, había una antílope madre que había perdido a su cervatillo. Dirigiéndose a ella, el coyote le habló:

“Este ah-búu, este probrecito fue abandonado por su pueblo. ¿Podrías hacerte cargo de él?”

La antílope madre, recordando a su propio hijo, aceptó y de inmediato adoptó a este pequeño extraño. Coyote le agradeció y siguió su camino.

El niño se convirtió en uno de ellos y creció con los antílopes hasta que cumplió doce años. Pero sucede que un hombre proveniente de Nah-bah-tu-tu-i salió a cazar antílopes y se topó con esta manada. Acechándolos silenciosamente, logró acercarse a ellos e hirió a uno con su flecha. El resto de los antílopes escaparon de inmediato, corriendo rápidos como el viento. Pero entre la manada que huía, pudo ver a un pequeño niño. El hombre estaba sorprendido, y con el antílope cargado en su hombro, volvió a la aldea sumergido en sus pensamientos. Le contó al jefe lo que había visto, y al día siguiente, el pregonero salió a anunciar a toda la aldea que se preparasen para una gran cacería dentro de cuatro días para capturar al niño que vivía con los antílopes.

Mientras todos en la aldea se preparaban para salir a cazar, los antílopes se enteraron de la cacería que los humanos estaban organizando. La madre antílope entristeció al oírlo, y luego de permanecer en silencio, llamó a su hijo adoptivo y le comunicó:

“Hijo, has oído que los hombres de Nah-bah-tu-tu-i vendrán de cacería. Pero no quieren matarnos a nosotros; solo quieren recuperarte. Nos rodearán, y dejarán que todos los antílopes salgan del círculo. Debes seguirme cuando yo salga del círculo, y tu verdadera madre se acercará desde el lado noreste con una manta blanca. Yo pasaré cerca de ella. Tú debes lanzarte y caer donde ella pueda atraparte”.

Cuatro días pasaron y todos los hombres del pueblo salieron a las planicies a cazar. Hallaron la manada de antílopes y la rodearon, mientras corrían en círculos a medida que los cazadores se acercaban a ellos. Comenzaron a achicar el círculo y los antílopes comenzaron a escabullirse entre los cazadores. Pero los dejaban escapar, ya que solo les interesaba recuperar al niño. Al final, los últimos en quedar eran la madre antílope y el niño, y cuando salió del círculo por el lado noreste, el niño cayó a los pies de su madre humana, quien se estiró para atajarlo entre sus brazos.

Con gran regocijo general, el niño fue llevado a Nah-bah-túu-tu-i, y allí, ante los mayores, contó lo que le había sucedido, desde que lo habían dejado en la cueva, de cómo el coyote se había apiadado de él y de la crianza que la madre antílope le había proporcionado.

No pasó mucho tiempo cuando la noticia de la extraordinaria ligereza de los pies de Niño Antílope se esparció por todos las aldeas. Deben saber que los antílopes nunca peinan sus cabellos, y mientras el niño estuvo entre los antílopes, su cabello se volvió muy frondoso. Es por esto que comenzaron a llamarlo Pi-hleh-o-wah-wii-deh, Niño Gran Cabeza.

Muchas otras aldeas supieron de la proeza del niño, entre las cuales estaba Nah-chu-ri-tu-i, cuyos habitantes “tenían el mal camino”, es decir, que eran brujos. Ellos tenían un magnífico corredor llamado Píi-k'ju, Pie de Ciervo, y muy pronto mandaron a un hombre a Nah-bah-túu-tu-i proponiendo un desafío para una carrera. Se establecieron cuatro días de preparación para la carrera, para hacer las apuestas y todo lo demás. El objetivo de la carrera sería ir a los cuatro rincones del mundo. Cada aldea apostaría las propiedades y las vidas de todos sus habitantes. Los brujos de Nah-chu-ri-tu-i eran muy poderosos y no dudaron en que ganarían tan importante apuesta. Y los habitantes de Nah-bah-túu-tu-i se sentirían muy avergonzados en el caso de declinar la apuesta.

El día estipulado llegó y la línea de largada de la carrera estuvo rodeada de todos los habitantes de las dos aldeas, vestidas con sus mejores atuendos. A cada lado había grandes pilas de vestidos y ornamentos, reservas de granos y otras pertenencias apostadas. El corredor de la Aldea Amarilla era alto, de contextura vigorosa, fuerte a pesar de su corta edad. Y cuando el Niño Antílope apareció, los brujos comenzaron a burlarse de él a los gritos, a golpear a sus rivales y a abuchearlos, diciéndoles:
“¡Buu! Será mejor que empecemos a matarlos desde ahora. ¿Qué puede hacer ese úu-deh, ese pequeñito?”

Al grito de “¡Hái-ko!”, “¡Ya!”, los dos corredores largaron en dirección al este tan rápidos como el viento. Al poco tiempo el Niño Antílope se colocó a la cabeza, pero Pie de Ciervo, por medio de sus brujerías, se convirtió en un halcón y voló por encima del niño, diciéndole:

“Nos hacemos esto el uno al otro”, refiriendo una burla muy común que hacen los indios, tanto el ganador como el perdedor.

El Niño Antílope continuó corriendo, pero entristeció por dentro porque sabía que no había pie tan veloz que igualara el vuelo de un halcón.

Pero a mitad de camino hacia el este, un topo salió de su madriguera y le preguntó:
“Niño, ¿a dónde te diriges con tanta prisa y con tan triste expresión en tu rostro?”

El niño le explicó que en la carrera se jugaban las pertenencias y las vidas de todos los de su aldea, y que el corredor brujo se había transformado en un halcón y lo había dejado bien atrás.

“Entonces, hijo”, le dijo el topo, “yo seré quien te ayude. Espérame aquí un momento y te daré algo para que lleves contigo”.

El topo se metió en su madriguera, y muy pronto salió con cuatro cigarrillos de una hierba llamada pii-ín-hlih colocada en juncos huecos.

Entregándoselos, el topo le explicó:

“Hijo, cuando hayas llegado al extremo este y te dirijas hacia el norte, fuma uno. Cuando hayas llegado al norte y te dirijas al oeste, fuma otro. Cuando te dirijas hacia el sur, fuma otro, y cuando vuelvas al oeste, fuma el otro. ¡Hái-ko!”

El niño continuó su carrera y pronto llegó al este. Apuntando hacia el norte, fumo el primero de los cigarrillos. A penas terminó de fumarlo, se transformó en un pequeño antílope, y al mismo tiempo, una lluvia furiosa comenzó a caer. Refrescado por las frías gotas, salió disparado como una flecha de un arco. A mitad de camino hacia el norte, se topó con un gran árbol. Allí vio al halcón, empapado y muerto de frío, imposibilitado para volar, llorando lastimosamente.

“Entonces, amigo, nos hacemos esto el uno al otro”, le dijo el Niño Antílope mientras pasaba apresuradamente a su lado.

Pero cuando llegó al norte, el halcón brujo ya se había secado luego de la breve lluvia, y lo pasó diciéndole:
“¡Nosotros también nos hacemos esto el uno al otro!”

El Niño Antílope giró hacia el oeste y fumó su segundo cigarrillo e instantáneamente una pesada lluvia comenzó a caer. A mitad de camino hacia el oeste volvió a pasar al halcón, temblando y llorando arriba de un árbol sin poder volar. Pero cuando estaba por doblar hacia el sur, el halcón lo pasó, burlándose como lo había hecho anteriormente. Al fumar el tercer cigarrillo, una nueva tormenta cayó y nuevamente en Niño Antílope pasó al halcón a mitad de camino, y una vez más el halcón secó sus plumas a tiempo para alcanzarlo y pasarlo al momento en que giraba hacia el este en la recta final. Nuevamente el Niño Antílope se detuvo a fumar el cuarto y último cigarrillo. Nuevamente una lluvia comenzó a caer y volvió a pasar al halcón mojado a mitad de camino.

Conociendo la brujería de sus vecinos, los habitantes de Nah-bah-túu-tu-i pusieron la condición de que no importaba en forma de qué animal corrieran, en tanto en que volvieran a la forma humana a partir de una colina cercana a la meta. La última lluvia había demorado al halcón de manera que el niño llegó a la colina cerca de la meta; y desde allí, volviendo a sus formas humanas, los dos corredores bajaron corriendo el tramo final, enervando a todo espectador. Cuando los vieron, los del pueblo brujo estaban tan confiados de que ganarían que comenzaron a empujar y a burlarse de los otros. Pero cuando el Niño Antílope pasó corriendo por la línea de llegada, bien delante de Pie de Ciervo, sus gritos de alegría se volvieron gritos de lamento.

Los habitantes de Nah-bah-túu-tu-i quemaron a todos los brujos allí mismo, en una gran pila de maíz: Pero uno de ellos logró escapar, y de él descienden todos los brujos causantes de los males que nos aquejan hoy.

Todas las pertenencias de los brujos fueron llevadas a Nah-bah-túu-tu-i, y como era más de lo que podían guardar en la aldea, lo que sobraba fue llevado a Shi-ih-whíb-bak, Isleta, donde aún hoy disfrutamos de ellas. Y aún hoy cuando andamos por aquella colina que está después de la laguna, seguimos encontrando mazorcas de maíz carbonizadas, donde nuestros abuelos quemaron a los brujos de la Aldea Amarilla.

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