El niño Moqui y el Águila

El Águila es Kah-báy-deh, el comandante de todos los que vuelan, y sus plumas son medicina poderosa.

Hace tanto tiempo atrás que ningún hombre puede decir cuánto, vivió en Moqui un anciano y su esposa, quienes tenían dos hijos: un varón y una mujer. El muchacho, cuyo nombre era Tái-oh, tenía como mascota un Águila, a la cual apreciaba mucho; y el Águila apreciaba mucho a su amo. A pesar de su corta edad, Tái-oh era uno de los principales cazadores. Y cada día traía no solo conejos para su familia, sino también los necesarios para alimentar bien a su Águila.

Un día, cuando estaba por salir a cazar, le pidió a su hermana que cuidara de su Águila en su ausencia. Tan pronto como el muchacho salió, la niña comenzó a regañar al Águila, diciéndole:

“¡Te detesto, porque mi hermano te aprecia tanto! Si no fuera por ti, me daría muchos más conejos para comer, pero tú te los comes todos”.

El Águila, ante tal injusticia, se ofendió. Por eso cuando la niña le fue a llevar un conejo para su desayuno, volteó su cabeza y miró hacia otro lado, sin probar bocado. A la noche, cuando le llevó su cena, el Águila reaccionó de la misma manera. Y más tarde, cuando Tái-oh volvió de cazar, le contó todo lo sucedido.

“Estoy cansado de permanecer siempre en Moqui”, le dijo el Águila. “Deseo ir a mi casa a visitar mi pueblo. Ven conmigo y te mostraré donde habita el Pueblo Águila”.

“De acuerdo”, contestó Tái-oh, “mañana por la mañana partiremos juntos”.

Por la mañana todos salieron al campo, bien adentro del valle, a recoger maíz, mientras que Tái-oh se quedó en casa.

“Bien”, le dijo el Águila, “desata esta correa de mi pierna, amigo, y monta en mi cuello; y nos iremos”.

Enseguida Tái-oh liberó al animal y montó en su cuello, y ambos se elevaron por el aire como si no pesaran en absoluto. Volaron en círculos sobre el pueblo durante un rato, mientras que todos miraban sorprendidos y asustados al ver a un Águila con un niño en su espalda. Luego volaron sobre los campos, donde los padres y la hermana de Tái-oh trabajaban; y los tres comenzaron a llorar y volvieron a la aldea con gran dolor.

El Águila siguió ascendiendo hasta que llegaron hasta el cielo. Allí arriba había una pequeña puerta, por la que atravesaron volando. Aterrizando en el piso del cielo, dejó que Tái-oh desmontara de su espalda y le dijo:

“Espérame aquí, amigo, mientras voy a visitar a mi pueblo”, y se alejó volando.

Tái-oh esperó durante tres días, y el Águila seguía sin volver. Entonces comenzó a impacientarse y salió a dar una vuelta para ver qué encontraba. Luego de caminar un rato largo, se topó con una vieja Mujer Araña.

“¿A dónde te diriges, hijo mío?”, le preguntó.

“Estoy buscando a mi amigo, el Águila”.

“Muy bien, te ayudaré. Ven, entra a mi casa”.

“Pero, ¿cómo puedo pasar por esa puerta tan pequeña?”, replicó Tái-oh.

“Solo coloca tu pie en ella, y se abrirá para que puedas pasar”.

Y Tái-oh colocó su pie en ella y la puerta se abrió para que pudiera pasar; y entró en la casa de la Araña y se sentó.

“Tendrás algunos inconvenientes en llegar hasta la casa de tu amigo, el Águila, pues para llegar allí deberás subir por una terrible escalera. Has hecho bien en venir hasta mí, ya que esa escalera está construida con puntas de flechas afiladas y cuchillos de piedra, y si intentas subir, te cortará las piernas. Pero te daré esta bolsa de hierbas sagradas que te ayudarán. Cuando llegues allí, debes mascar un poco de estas hierbas y escupir en ella, y enseguida se volverá suave cuando pises”.

Tái-oh agradeció a la Mujer Araña y partió con el saco de hierbas. Luego de un tiempo, llegó al pie de una gran escalera, que ascendía hasta perderse de vista. Sus costados y peldaños estaban plagados de filosas puntas de flecha, y ningún ser viviente era capaz de subir por ella. Pero cuando Tái-oh mascó un poco de la hierba mágica y la escupió sobre la escalera, todas las puntas cortantes cayeron, y quedó tan lisa que pudo escalar sin ningún rasguño.

Luego de mucho escalar, llegó a la punta de la escalera y se paró en el techo de la casa de las Águilas. Pero cuando llegó a la puerta, la encontró plagada de puntas de flecha que no había manera de que entrara sin cortarse. Nuevamente mascó un poco de la hierba y la escupió sobre la puerta y pudo entrar a salvo. Y adentro halló a su amigo Águila y a todo el Pueblo Águila. Su amigo se había enamorado con una muchacha Águila y se había casado; esa era la razón por la que había demorado en regresar.

Tái-oh permaneció allí algún tiempo, donde lo trataron con mucho aprecio, gozando grandemente de su estadía en el extraño país del Cielo. Finalmente, uno de los sabios ancianos Águila le dijo:

“Bien, hijo, será mejor que regreses a tu casa; tus padres están muy tristes porque piensan que has muerto. De ahora en más, cuando veas un Águila cautiva, debes liberarla; has estado en nuestro país y has visto que cuando estamos en nuestros hogares, nos quitamos nuestros vestidos de pluma y debajo de ellos, somos personas como tú.

Tái-oh se dirigió a su amigo Águila y le dijo que debía marcharse.

“Muy bien”, dijo el Águila, “móntate en mi cuello y cierra los ojos que partiremos”.

Montó y partieron, bajando del cielo, y bajando más y más hasta que llegaron a Moqui. Allí Tái-oh desmontó el Águila entre personas maravilladas, y dándole una afectuosa despedida, voló a su país de regreso con su joven esposa.

Tái-oh fue a su casa y descargó la carne seca y los cueros teñidos que le había regalado el Águila. Hubo un gran regocijo entre su pueblo, ya que todos lo daban por muerto. Es por esto que los Moquis no tienen Águilas cautivas, aunque todos los otros pueblos cercanos tienen la mayor cantidad de Águilas prisioneros que puedan poseer.

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