El hombre que se casó con la Luna

Mucho antes que los primeros españoles arribaran a Nuevo México, Isleta se emplazaba donde aún hoy permanece, en una elevación de roca de lava que desafía el desgaste de la corriente del Río Grande. En aquellos días lejanos, Nah-chu-rú-chu, Luz Azulada del Amanecer, moraba en Isleta y era el jefe de su tribu. Tejedor de profesión, su telar colgaba de una viga del techo de su oscura habitación, y allí tejía gruesas mantas negras que son los vestidos que las mujeres del pueblo usan hoy día.

Además de ser un conocedor de la medicina, Nah-chu-rú-chu, era un joven alto, fuerte y apuesto, y todas las muchachas del pueblo pensaban que era una lástima que no se interesara en conseguir una esposa. Por él las muchachas lo miraban con las mejillas coloradas y con las más bonitas sonrisas cuando lo veían en la plaza. Pero ellas no eran objeto de su mirada. También, según la costumbre de los Tiwa, tímidos dedos trabajaban en camisas de piel con flecos o en coloridas fundas para gubias, y luego eran llevados por mensajeros desconocidos hasta la puerta de su casa, quienes le decían:

“Te lo envía la que hizo esto para ti si la aceptas a ella como tuya”.

Pero Nah-chu-rú-chu no le daba más importancia que a la que le concedía a las sonrisas, y continuaba trabajando en su telar, confeccionando tantas mantas como no se vieron nunca en la tierra de los Tiwa, antes o después.

Sus admiradoras más persistentes eran dos hermanas llamadas I-eh-chú-ri-ch'áhm-nin, Doncellas Maíz Amarillo. Las dos eran jóvenes y hermosas, pero “andaban por el mal camino”, que es la expresión india para decir que tenían poderes mágicos que utilizaban con un fin maligno. Cuando todas las muchachas se dieron por vencidas, desalentadas por la indiferencia de Nah-chu-rú-chu, las Doncellas Maíz Amarillo continuaban yendo, día tras día, a su casa, intentando llamar su atención. Finalmente, el asunto se tornó tan molesto para Nah-chu-rú-chu que envió al pregonero del pueblo a que avise que en cuatro días Nah-chu-rú-chu escogería una esposa.

En ese entonces, y aun hoy día, los Tiwa usaban como recipientes para sacar el agua de las grandes tinajas de barro, sus pequeños omates con forma de cuchara hechos de calabaza; pero Nah-chu-rú-chu, siendo un gran hombre medicina y un hombre rico, poseía un omate de perla pura con forma de calabaza, muy preciado.

“En el cuarto día”, proclamó el pregonero, “Nah-chu-rú-chu colgará su omate de perla de su puerta, y cada muchacha deberá arrojar un puñado de harina de maíz dentro. Aquella cuya harina esté tan bien molida que quede adherida al omate, esa será la esposa de Nah-chu-rú-chu”.

Cuando esta extraña noticia se dio a conocer ese tranquilo atardecer, hubo un gran revuelo entre las muchachas que correteaban con sus mocasines, saliendo de cientos de casa de adobe gris para oir cada palabra que se decía. A penas oyeron la noticia que proclamaba el pregonero, corrieron a los cuartos de almacenamiento a revolver entre los botes de maíz en busca de las mazorcas más grandes, enteras y perfectas que tenían. Pelando las que habían elegido, cada una tomó un puñado de granos y comenzó a molerlos en el metate, en la tabla de roca de lava para la molienda. Ayudadas con la piedra de mano, rayaban una y otra vez los granos hasta que el maíz duro se volvió harina blanda. Durante tres días continuaron moliendo una y otra vez la harina hasta que se volvió la harina más fina que habían hecho alguna vez. Cada muchacha estaba segura de que su harina se pegaría al omate del joven y apuesto tejedor. Las Doncellas Maíz Amarillo fueron las que trabajaron más duro, día y noche moliendo los granos, con ayuda de los hechizos que conocían.

En aquellos días lejanos, la Luna no había subido al cielo para vivir en las alturas, sino que era una muchacha de Shi-eh-whíb-bak. Era una muchacha muy hermosa a pesar de ser ciega de un ojo. Ella también estaba enamorada de Nah-chu-rú-chu, pero era muy joven para tratar de llamar su atención como lo habían hecho las otras muchachas; y al momento en que el pregonero había dado a conocer la noticia, ella estaba lejos en el rancho de su padre. Fue recién en el cuarto día que regresó al pueblo, y unos momentos antes de que las muchachas comenzaran a probar su harina en el omate mágico. Las dos Doncellas Maíz Amarillo estaban saliendo de su casa cuando la vieron y le contaron lo que iban a hacer. Estaban muy seguras de su éxito, y le contaron a la muchacha Luna solo para frustrarla, y se rieron de ella mientras corría a su casa.

En ese momento, una larga fila de muchachas llegaba a la casa de Nah-chu-rú-chu. En su puerta ya colgaba el omate de perla. Y cuando se acercaban a la puerta, cada una tomaba un puñado de harina y lo arrojaba contra el omate mágico. Pero cada vez la harina caía al suelo, y el omate permanecía reluciente y radiente como siempre.

Finalmente llegó el turno de las Doncellas Maíz Amarillo, que había esperado su turno solo para mirar como las demás fracasaban. Se acercaron hasta donde pudieron ver a Nah-chu-rú-chu y exclamaron:

“¡Ah, aquí tenemos la harina que se pegará!”, y cada una arrojó un puñado al omate.

Pero para su sorpresa no se pegó, y Nah-chu-rú-chu pudo ver sentado desde su lugar, a través del reflejo que producía el omate, todo lo que ocurría afuera.

Las Doncellas Maíz Amarillo estaban muy enojadas, y en lugar de dejar pasar a las siguientes, continuaron arrojando harina al omate, que permanecía inmaculado con su lustroso brillo.

Luego de ellas, llegó la última de las muchachas, la Luna, con a penas un puñado de harina que había molido apresuradamente. Las dos hermanas estaban envenenadas de ira para ese entonces y se burlaron de ella, diciéndole:

“¡Buh, P'áh-hli-oh!”, que es el nombre Tiwa de la Luna, que significa Doncella de Agua. “Pobrecita, nos das mucha lástima. Nosotras hemos estado moliendo el maíz durante cuatro días y tú te acabas de enterar. ¿Cómo esperas conseguir ganarte a Nah-chu-rú-chu? ¡Buh, pobre tonta ingenua!”

Pero la Luna no prestó atención a sus burlas. Con su pequeña mano ahuecada, arrojó suavemente su harina contra el omate de perla y para su sorpresa hasta la última partícula de pegó a la perla pulida, y no cayó al suelo ni un poquito de su harina.

Cuando Nah-chu-rú-chu vio esto, se levantó rápidamente de su telar y tomó a la Luna de la mano y le dijo:

“Tú eres con la que me casaré. Nunca necesitarás nada porque yo tengo todo para darte”.

Y le regaló preciosas mantas, batas de algodón y gruesas botas de piel, para que se vistiera como la esposa de un rico jefe. Y las Doncellas Maíz Amarillo, que habían presenciado la escena, se marcharon jurando que se vengarían de la Luna.

Nah-chu-rú-chu y su dulce esposa, la Luna eran muy felices. No había un ama de casa en todo el pueblo que la igualara, y ningún cazador, desde las planicies hasta el este, traía más carne de búfalo, antílopes, ciervos de cola negra y liebres de los Manzanos que Nah-chu-rú-chu. Pero él le advertía constantemente:

“Esposa Luna, ten cuidado de las Doncellas Maíz Amarillo, porque ellas transitan por el mal camino y tratarán de hacerte daño, y tú debes negarte siempre a lo que ellas te propongan”. Y su joven esposa siempre le prometía no hacerlo.

Un día, las Doncellas Maíz Amarillo fueron hasta su casa y le dijeron:

“Amigo Nah-chu-rú-chu, vamos a las planicies a buscar amole, raíz jabonosa. ¿Le permites a tu esposa acompañarnos?”

“Sí, ella puede ir con ustedes”, les contestó Nah-chu-rú-chu, pero apartándola a un costado, le recordó: “Acuérdate de negarte cualquier cosa que ellas te propongan”.

La Luna se lo prometió y partió con las Doncellas Maíz Amarillo.

En aquellos días había un pequeño bosque de álamos donde ahora se asientan los viñedos, jardines y huertos de los Isleta, y para llegar a las planicies, las tres mujeres debían atravesar el bosque. En el centro del bosque, había un pozo cuadrado con escalones que permitían llegar hasta el borde del agua.

“¡Ay!”, dijeron las Doncellas Maíz Amarillo, “¡Qué calor que hace y qué sed me despertó esta caminata! Vamos a bajar por un poco de agua”.

Pero la Luna, recordando las palabras de su esposo, dijo amablemente que no tenía deseos de beber. En vano le insistieron, pero finalmente, mirando hacia el pozo, dijeron:

“Amiga Luna, ven a ver cuán quitas están las aguas, y cómo puedes reflejar tu belleza en ellas”.

Como saben, la Luna siempre le ha gustado mirarse en las aguas como hace aún hoy, y olvidándose la promesa que le había hecho a Nah-chu-rú-chu, fue hasta el borde y miró su reflejo. Y en ese momento, las dos hermanas brujas la tomaron de la nuca y la ahogaron en el pozo; luego taparon el pozo con tierra, y se marcharon contentas como lo pueden estar los espíritus malvados.

Nah-chu-rú-chu, desde su telar, miraba cada vez más seguido por la puerta a medida que el sol se arrastraba más cerca del piso de adobe, cada vez más cercano su asiento, y cuando las sombras se estiraron, saltó súbitamente de su asiento y se dirigió a grandes zancadas a la casa de las Doncellas Maíz Amarillo.

I-eh-chú-ri-ch'áhm-nin”, dijo sin pausa, “¿Dónde está mi esposa?”

“¿Acaso no está contigo?”, le preguntaron las hermanas malvadas fingiendo sorpresa. “Terminó de recoger amole mucho antes que nosotras y se marchó a su casa. Pensábamos que hace tiempo había llegado”.

“Ah”, gruñó Nah-chu-rú-chu para sus adentros, “Es como creía. Le han hecho alguna maldad”.

Y sin decir una palabra, se dio media vuelta y se marchó.

A partir de ese momento, todo comenzó a decaer en Isleta, ya que Nah-chu-rú-chu era el responsable por el bienestar de su pueblo, de los vivos y de los muertos. Sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, se sentó inmóvil en la punta de la escalera de la estufa, el punto más alto de todo el pueblo, con la cabeza entre las manos. Durante días permaneció allí, sin hablar y sin moverse. Los niños que jugaban en las calles, al ver la inmóvil figura, detuvieron su bullicioso juego. Los ancianos sacudieron sus cabezas seriamente y murmuraron:

“Estos son malos tiempos, ya que Nah-chu-rú-chu está de duelo y no podrá estar satisfecho. Ya no hay más lluvias y en el campo nuestros cultivos están muriendo. ¿Qué podremos hacer?”

Finalmente se reunió el consejo y decidieron que debían volver a buscar a la esposa perdida. Era cierto que el gran Nah-chu-rú-chu ya la había buscado en vano, y el pueblo le había ayudado; pero tal vez otros tuvieran mejor suerte. Entonces tomaron un poco de la hierba sagrada para fumar, la envolvieron en chala y fueron a buscar a Shi-wid-deh, el Águila, quien tenía la visión más afilada de todo el mundo. Entregándole el regalo sagrado, le pidieron:

“Amigo Águila, nuestro amigo Nah-chu-rú-chu tiene un gran problema: ha perdido a su esposa la Luna. Ve a buscarla, te pedimos, y dinos si está viva o muerta”.

El Águila tomó las ofrendas y fumó la hierba de las plegarias. Luego comenzó su vuelo hacia los cielos. Más y más alto se elevaba, ascendiendo en círculos, mientras sus afilados ojos registraban cada palo, cada piedra y animal en la faz de la tierra. Pero a pesar de su gran visión, no pudo hallar rastros de la esposa perdida. Y tristemente volvió y dijo:

“Amigos humanos, subí hasta allí donde pude ver todo el mundo, pero no pude encontrarla”.

Luego, el pueblo se dirigió al Coyote y entregándole las ofrendas, le rogaron que buscase a la Luna, ya que es el animal con el mejor olfato en el mundo. El Coyote fumó la hierba de las plegarias y partió con su nariz pegada al suelo tratando de seguir sus huellas. Caminó por toda la tierra, pero finalmente volvió sin encontrar lo que buscaba.

Luego, el acongojado pueblo envió al Tejón a buscar, ya que es el mejor de los animales en cavar, y fue él a quien los Verdaderos enviaron para que cavase las cuevas en la que moraron los primeros habitantes de esta tierra. El Tejón caminó y cavó con sus patas por todas partes, pero retornó tristemente con la noticia de que no había podido encontrar a la Luna.

Luego, le pidieron al Águila Pescadora, quien podía mirar más profundo en las aguas, y nadó por todos los lagos y arroyos de la tierra hasta que pudo contar todas las piedras y los peces que había en ella, pero no pudo hallar rastros de la Luna.

Para ese entonces, en los campos los cultivos estaban secos y perdidos y los animales sedientos se arrastraban llorando junto a los ríos secos. Apenas los hombres podían conseguir agua para permanecer vivos. Ya no sabían qué podían hacer, pero luego pensaron:

“Le pediremos al P'ah-kú-i-teh-áy-deh, el Buitre, quien puede hallar a los muertos, porque de seguro ella ya está muerta, de lo contrario ya la habríamos encontrado”.

Fueron hasta él y le pidieron ayuda. El Buitre lloró al ver a Nah-chu-rú-chu aún sentado en la punta de la escalera, y dijo:

“Es realmente triste ver a nuestro gran amigo así. Pero creo que no podré ser de mucha ayuda, si otros mejores que yo ya han intentado buscarla y no han podido. Pero lo intentaré”.

Y desplegando sus alas comenzó el ascenso por la escalera espiralada del cielo. Subió y subió hasta que ni el Águila alcanzó a verlo, más y más arriba hasta que el calor del sol comenzó a chamuscar su cabeza. Ni siquiera el Águila había volado tan alto. Lloró de dolor, pero siguió elevándose, hasta que estuvo tan cerca del sol que se quemaron las plumas de su cabeza y de su cuello. Pero no pudo ver nada, y finalmente, exhausto de dolor, emprendió el descenso. Cuando volvió a la estufa donde las personas lo esperaban, vieron que se había quedado sin las plumas del cuello y de la cabeza, y desde ese día no le volvieron a crecer.

“¿Y has podido ver algo?”, le preguntaron una vez que refrescaron sus quemaduras.

“No”, contestó, “excepto que, mientras descendía, en aquel bosque de álamos vi un montículo de tierra cubierto con las flores más hermosas del mundo”.

“¡Oh!”, gritó Nah-chu-rú-chu, hablando por primera vez en muchos días. “Amigo, ve a buscarme una de esas flores del centro de ese montículo”.

El Buitre salió volando y a los pocos minutos ya estaba devuelta con una pequeña flor blanca. Nah-chu-rú-chu la tomó entre sus manos y bajando silenciosamente de la escalera, se dirigió a su casa, mientras que todos lo seguían sorprendidos.

Nah-chu-rú-chu entró a su casa, tomó una manta y la tendió en medio de la habitación. Y apoyando la pequeña flor blanca en el centro, tomó otra manta y la colocó encima de la otra. Luego, vistiendo un espléndido vestido de piel que su esposa le había confeccionado, con el sagrado cascabel en su mano, se sentó en la cabeza de las mantas y comenzó a cantar:

Shú-nah, shú-nah!

Aí-ay-ay, aí-ay-ay, aí-ay-ay!

¡Buscándola, buscándola!

¡Allá lejos, allá lejos!

Cuando terminó la canción, la flor debajo de la manta comenzó a crecer. Nuevamente cantó, sacudiendo el cascabel. Y la flor continuó creciendo. Otra y otra vez cantó, y cuando cantó cuatro veces, una forma humana se pudo distinguir por debajo de la manta. Una vez más cantó su canción, y debajo de la manta, la forma se sentó y se movió. Despacio retiró la manta y allí estaba la dulce Luna, tan bella como siempre y viva.

Durante cuatro días el pueblo bailó y cantó en la plaza. Nah-chu-rú-chu fue feliz nuevamente y la lluvia comenzó a caer. La tierra seca se regocijó y estuvo verde nuevamente, y los cultivos en los campos volvieron a crecer.

Cuando su esposa le contó lo que las brujas malvadas le habían hecho, él se enojo mucho, y ese mismo día hizo un hermoso aro para jugar al mah-khúr. Lo pintó y le colocó tiras de cuero y lo decoró con cuentas.

“Las malvas Doncellas Maíz Amarillo vendrán a felicitarte”, le dijo a su esposa, “y tú harás de cuenta que no sabes donde has estado. No debes decirle ni una palabra acerca de eso, y debes invitarlas a jugar contigo”.

Al día siguiente las brujas aparecieron en su casa con palabras engañosas, y la Luna las invitó a jugar un juego. Fueron hasta el borde de la pradera y ella dejó que vieran el hermoso aro.

“¡Oh, danos eso, amiga Luna!”, le pidieron.

Ella se negó, pero finalmente dijo:

“Bueno, jugaremos al juego del aro. Yo me paro aquí y ustedes allí. Yo se los tiro y si ustedes lo atrapan antes de que deje de rodar y caiga al suelo, pueden quedárselo”.

Las hermanas brujas se pararon a unos metros en la pendiente de una colina y ella les arrojó el aro. Fue rodando hasta ella y cuando lo agarraron, las Doncellas Maíz Amarillo se convirtieron en serpientes. Sus lágrimas caían por sus mejillas. La Luna se acercó y colocó sobre las cabezas de las serpientes polen de las flores del maíz, que aún usan los encantadores de serpientes en el Pueblo, para domarlas, y un puñado de harina para que comiesen.

“Ahí tienen el resultado de su traicionera amistad. Aquí moraran, entre las rocas y los peñascos, por siempre, pero nunca las verán por las praderas; y nunca deberán morder a las personas. Recuerden que son muchachas, deben ser amables”.

Y la Luna volvió a su hogar con su esposo, y estuvieron felices nuevamente. En cuanto a las hermanas serpientes, aun viven donde ella les indicó y nunca se aventuraron a irse. Aunque a veces hay quienes las llevan a sus casas para cazar ratones, ya que estas serpientes nunca muerden a las personas.

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