La primera Serpiente Cascabel



En aquellos días, Nah-chu-rú-chu tenía un amigo que vivía en un pueblo más cercano al pie de la Montaña Pluma de Águila que Isleta, en el Lugar de la Tierra Roja, donde aún hoy pueden hallarse sus ruinas. Los dos jóvenes, Nah-chu-rú-chu y su amigo, solían ir a la montaña a cazar y a buscar leña. Nah-chu-rú-chu tenía un corazón puro, pero su amigo transitaba el mal camino y estaba celoso de Nah-chu-rú-chu porque era mejor cazador que él. Pero nunca le decía nada y permanecía junto a él como si lo quisiera desinteresadamente.

Un día su amigo llegó de su aldea y le dijo:

“Amigo Nah-chu-rú-chu, salgamos mañana a cazar y a buscar leña”.

“Muy bien”, le contestó Nah-chu-rú-chu.

Al día siguiente salió muy temprano para la aldea de su amigo y juntos fueron hasta la montaña. Cuando ya habían recogido suficiente madera y atada en paquetes para transportarla, cada uno salió en diferentes direcciones para ir a cazar. Y al poco tiempo, cada uno regresó con un ciervo grande y robusto.

“¿Es que ya tenemos que regresar a nuestros hogares, Nah-chu-rú-chu? Todavía es temprano y tenemos mucho tiempo. Detengámonos un momento a divertirnos un rato con un juego”.

“Muy bien, amigo”, contestó Nah-chu-rú-chu, “¿pero a qué quieres jugar? Porque aquí no tenemos pa-toles, ni aros, ni ningún otro juego”.

“Mientras te esperaba, hice un mah-khúr, un aro, con el que podremos jugar”, y el celoso amigo sacó debajo de su manta y aro bellamente coloreado.

En realidad lo había hecho en su casa y lo había traído oculto, con el propósito de hacer daño a Nah-chu-rú-chu.

“Ve allí y atrápalo mientras esté rodando”, le dijo, y Nah-chu-rú-chu lo hizo. Pero al tocar el aro, Nah-chu-rú-chu, el gran cazador, se convirtió en un pobre Coyote al que le caían lágrimas de sus ojos.

“¡Ja!”, dijo burlonamente. “¡Nos hacemos esto el uno al otro! Ahora tienes todas las planicies para corretear: el oeste, el norte y el sur. Pero jamás podrás ir al este. Con un poco de mala suerte, los perros te atacarán. Pero si tienes suerte, tal vez se apiaden de ti. Ahora, ¡adiós!, porque espero no verte nunca más”.

El celoso amigo se marchó riéndose y retornó a su aldea. Y el pobre Coyote caminó sin rumbo, muy triste por haber sido engañado por el que había querido y considerado como su hermano. Durante cuatro días merodeó por las afueras de Isleta, mirando melancólicamente su casa. Los perros salieron a atacarlo, pero cuando estuvieron cera, solo lo olieron y se alejaron sin lastimarlo. No encontraba nada para comer, excepto huesos secos o tiras de cuero viejo y suelas de mocasines.

Al cuarto día se marchó hacia el oeste y vagó hasta que llegó a Mesita, una aldea cercana a Laguna. En ese entonces, los Laguna aún no se habían asentado allí. Solo había una cabaña y un corral, pertenecientes a un viejo pastor indio Quères que atendía a sus cabras junto a su nieto.

A la mañana siguiente, cuando el nieto salió muy temprano a sacar las cabras del corral, vio al Coyote salir corriendo entre las cabras. Se alejó un poco y se quedó mirando desde aquel lugar. El niño contó las cabras y al corroborar que no faltaba ninguna, le pareció extraño. Pero no le dijo nada a su abuelo.

Las tres mañanas siguientes sucedió lo mismo, y a la cuarta mañana, el niño le contó a su abuelo. El anciano salió de la cabaña y mandó a los perros tras el Coyote, que estaba sentado a la distancia, pero cuando se acercaron, no le hicieron daño.

“Creo que hay algo raro aquí”, dijo en viejo pastor, y lo llamó: “Coyote, ¿eres un verdadero coyote o eres un humano?”

Pero el Coyote no pudo responderle. Y el anciano le preguntó nuevamente:

“Coyote, ¿eres un humano?”

Y el Coyote asintió con su cabeza diciendo “Sí”.

“Si es así, acércate a nosotros y no tengas miedo, que te ayudaremos con tu problema”.

Entonces el Coyote se acercó y lamió sus manos. Le dieron comida, ya que estaba muerto de hambre. Cuando ya estuvo satisfecho, el anciano le dijo al niño:

“Ahora, hijo, saldrás con las cabras e irás al arroyo donde verás unos juncos. En tu mente verás dos juncos entre todos los otros, y los marcarás. Y mañana me traerás uno de ellos”.

El niño salió a encargarse de las cabras y el Coyote se quedó con el anciano. A la mañana siguiente, cuando despertaron bien temprano y salieron fuera de la cabaña, vieron que la tierra estaba cubierta con una manta blanca, la nieve señal de una presencia sagrada.

“Ahora, hijo”, le dijo el anciano al niño, “debes salir con tus mocasines y pantalones, vestido como un hombre e ir hasta los juncos que marcaste ayer. A uno debes rezar, y el otro córtalo y tráemelo”.

El niño hizo lo que se le pidió y trajo el junco. El anciano rezó e hizo un aro mah-khúr y le pidió al Coyote que se alejara un poco. Cuando echara a rodar el aro, debería meter la cabeza a través de él antes que se detuviera. El anciano arrojó el aro y el Coyote espero a que estuviera cerca y dio un gran salto colocando su cabeza dentro antes que se detuviera. Y en el lugar del Coyote apareció nuevamente Nah-chu-rú-chu, joven y fuerte como siempre. Pero su bello vestido con flecos estaba andrajoso. Durante cuatro días permaneció allí para ser purificado con la medicina purificadora del anciano. Luego el pastor le dijo:

“Amigo Nah-chu-rú-chu, ya puedes volver a casa. Pero lleva contigo esta faja, ya que, aunque tu poder es grande, has permanecido bajo la influencia de lo maligno. Cuando llegues a tu casa, el que te hizo esto va a ser el primero en enterarse y va a pretender ser tu amigo nuevamente, como si no te hubiera hecho nada. Y te pedirá que salgas a cazar nuevamente con él. Debes ir, y cuando llegues a la montaña, con esta faja le darás su merecido”.

Nah-chu-rú-chu agradeció al noble pastor y partió para su casa. Pero cuando llegó a la Colina Mala y miró hacia el valle del Río Grande, su corazón se desplomó. Todos los árboles y plantas estaban secas y muertas, ya que Nah-chu-rú-chu era un hombre medicina que controlaba las nubes, y no había llovido todo el tiempo que él había estado ausente. Los ocho días que había sido Coyote habían sido en realidad ocho años. Y muchas personas habían muerto de sed y el resto agonizaba. Pero cuando Nah-chu-rú-chu bajó la colina, comenzó a llover y todos se regocijaron.

Cuando entró al pueblo, todos salieron a darle la bienvenida. Y entre ellos estaba su falso amigo, pretendiendo no haberlo embrujado nunca ni saber por qué había desaparecido.

Unos días más tarde, el falso amigo se acercó hasta él y le propuso salir a cazar. Y a la mañana siguiente, los dos salieron rumbo a la montaña. Nah-chu-rú-chu tenía la hermosa faja atada a su cintura, y cuando el viento descorrió su manta, el otro la pudo ver.

“¡Qué hermosa faja tienes!”, exclamó el falso amigo. “Regálamela, amigo Nah-chu-rú-chu”.

In-dah, no”, dijo Nah-chu-rú-chu. Pero el falso amigo le rogó tanto que finalmente Nah-chu-rú-chu le propuso:

“Está bien. Te la tiraré. Si puedes atraparla antes que termine de desenrollarse, puedes quedártela”.

Enrolló su faja y sosteniéndola por uno de los extremos, se la lanzó. El falso amigo saltó para agarrarla, pero se desenredó por completo antes de que pudiera atraparla.

In-dah”, dijo Nah-chu-rú-chu, recogiéndola. “Si no te esmeras un poco más que eso, no eres digno de poseerla”.

El falso amigo pidió que le diera otra oportunidad. Nah-chu-rú-chu la volvió a enrollar. Y esta vez el falso amigo la atrapó antes que se desenrollara del todo, y en lugar del joven que era, se convirtió en una serpiente cascabel llena de lágrimas en sus ojos sin párpados.

“Nosotros también nos hacemos esto el uno al otro”, dijo Nah-chu-rú-chu.

Sacó de su bolso una pizca de harina sagrada y la colocó sobre la cabeza de la serpiente para que se alimentase. Y luego le colocó una pizca de polen de maíz para domarla. Y la serpiente sacó su lengua bifurcada y lo lamió.

“De ahora en más”, dijo Nah-chu-rú-chu, “estas rocas y esta montaña serán tu hogar. Y nunca podrás hacer mal alguno, como me los has hecho a mí, sin avisar. Verás que hay un guaje, un cascabel en tu cola. Y cuando intentes lastimar a alguien, no lo harás sin avisar antes con tu cascabel”.

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