El Coyote y el Oso

Un día Ko-íd-deh, el Oso y Tu-wháy-deh, el Coyote, se encontraron por casualidad y se sentaron a conversar. Luego de un rato, el Oso le dijo:

“Amigo Coyote, ¿te das cuenta de cuán bella es la tierra que nos rodea? ¿Qué me dices si nos ponemos a trabajarla, compartiendo las tareas y la cosecha?”

El Coyote se puso a meditar sobre este asunto, y después de discutirlo un poco más, acordaron que los dos iban a ponerse a sembrar papas.

“Entonces”, dijo el Oso, “se me ocurrió una buena manera de dividir la cosecha. Yo me quedaré con lo que crece por debajo de la tierra y tú te quedas con lo que crece por arriba. Cada uno podrá llevarse lo que le corresponde y no habrá problemas para dividir lo que cosechemos”.

El Coyote estuvo de acuerdo, y cuando llegó el momento, araron la tierra con un palo puntiagudo y plantaron las papas. Durante todo el verano trabajaron codo a codo en el campo, quitando las malezas con azadones de piedra y regando cuando hacía falta por medio de la acequia. Cuando fue el tiempo de la cosecha, el Coyote cortó todas las puntas de las papas y se las llevó a su casa, y luego el Oso excavó todas las papas debajo de la tierra con sus grandes garras y se las llevó a su casa. Cuando el Coyote vio el resultado de esto, exclamó con los ojos bien abiertos:

“No es justo. Tú tienes la parte redondeada, la comestible, pero lo que me tocó a mí no las podemos comer ni mi esposa ni yo”.

“Pero, amigo Coyote, ¿acaso no hicimos un acuerdo? Entonces debemos respetarlo”.

El Coyote no sabía qué contestar, y volvió a su casa lleno de ira.

La primavera siguiente, cuando se encontraron el Coyote y el Oso nuevamente, este le dijo al primero:

“Ven, amigo Coyote, creo que deberíamos plantar esta buena tierra, pero esta vez plantemos maíz. El año pasado no estuviste satisfecho con lo que te tocó. Así es que cambiaremos esta vez. Tú te llevas lo que crece por debajo de la tierra y yo me quedo con lo que sobresale de la superficie”.

Le pareció justo al Coyote y estuvo de acuerdo con la propuesta del Oso. Araron y plantaron el maíz y trabajaron la tierra, y cuando fue el tiempo de la cosecha, el Oso cortó todos los tallos y las mazorcas y se las llevó a su casa. Pero cuando el Coyote fue en busca de su parte, no encontró más que raíces enredadas que no servían para comer. Estaba muy enojado, pero el Oso le recordó su trato y no pudo decir ni una palabra más.

En ese invierno, un día el Coyote estaba caminando a la orilla del Río Grande cuando vio al Oso sentado en un bloque de hielo comiendo pescado. Al Coyote le encantaba el pescado, y acercándose, le dijo:

“Amigo Oso, ¿dónde conseguiste esos pescados tan grandes?”

“Ah, hice un agujero en el hielo”, le contestó el Oso, “y los pesqué. Hay muchos por aquí”. Y siguió comiendo, sin ofrecerle ni uno al Coyote.

“¿Me mostrarías cómo se hace, amigo?”, le pidió el Coyote, desfalleciendo del hambre que le había provocado el olor a pescado.

“Sí, claro. Es muy fácil”, le dijo, y abrió un hueco con su pata. “Ahora, amigo Coyote, siéntate y deja que tu cola cuelgue en el agua, y muy pronto sentirás que están picando. Pero no debes tirar hasta que yo te diga”.

El Coyote se sentó con su cola colgando en el agua fría. Muy pronto su cola comenzó a congelarse y hacerse un cubo de hielo, y llamó al Oso:

“¡Amigo Oso, siento que están picando! Voy a sacarlo”.

“¡No, todavía no!”, gritó el Oso. “Espera a que esté bien agarrado así no podrá soltarse”.

Entonces el Coyote siguió esperando. Pero en pocos minutos, el hoyo se congeló y su cola quedó atrapada.

“¡Ahora, amigo Coyote!”, gritó el Oso. “¡Ya lo tienes! ¡Tira!”

El Coyote tiró con todas sus fuerzas, pero no pudo sacar su cola del hielo. Y allí quedó, prisionero de un bloque de hielo. Mientras tiraba y aullaba, el Oso se reía a carcajadas y rodó por el piso hasta que ya le dolía de tanto reírse. Luego tomó sus pescados y se fue a su casa, deteniéndose a reírse cuando recordaba lo que le había pasado al Coyote.

En cuanto al Coyote, permaneció atrapado hasta que pudo liberarse con el deshielo. Cuando llegó a su casa estaba mojado, con frío y muerto de hambre. Y desde ese día no pudo perdonar al Oso por lo que le hizo, y cuando se cruzan ya no le dirige la palabra, aunque el Oso le dice muy gentilmente:

“Buen día, amigo Tu-wháy-deh”.

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