La inundación de Pecos

Alguna vez Pecos fue una aldea enorme con una gran población. Pero ocurría que la mayoría de ellos iban “por el mal camino”, y el todo el pueblo no había más que cinco Verdaderos Creyentes. Estos eran una mujer con sus dos hijos y otros dos jóvenes. Agustín, el hijo mayor de la mujer, era un gran cazador, solía ir a la montaña a cazar junto con un amigo que tenía un espíritu maligno, aunque él lo sabía.

Un día, su amigo invitó a Agustín a salir de cacería, y al día siguiente partieron a la montaña. Llegando al pie de la montaña se toparon con una manada de ciervos, y Agustín consiguió herir a uno de ellos. El ciervo huyó hacia la montaña, y los dos amigos siguieron el rastro de sangre que iba dejando. A la mitad de la montaña, se toparon con otra manada de ciervos, y al verlos, huyeron a la derecha del camino por el que andaban, y el amigo de espíritu maligno salió a perseguirlos, mientras que Agustín siguió el rastro del ciervo herido.

Finalmente llegó a la cima de la montaña, y allí, repentinamente el rastro desaparecía. Agustín buscó en vano por doquier, y luego comenzó a descender por el otro lado de la montaña.

Cuando llegaba a un cañón profundo oyó que alguien cantaba, y espiando cautelosamente entre los arbustos, vio a muchos hombres brujos sentados alrededor de un pino caído, cantando, mientras su jefe intentaba poner el árbol en pie.

Agustín los reconoció a todos, ya que eran de Pecos, y entristeció al ver a su amigo entre ellos. Luego supo que los ciervos eran todos brujos malignos, y que lo habían conducido con falsas pistas.

Muy alarmado, retrocedió a una distancia prudente, y luego corrió a su casa a contarle a su anciana madre lo que había sucedido, preguntándose si podía avisar de esto al Cacique.

“No”, le contestó ella suspirando, “no podemos hacer nada, porque él también va por el mal camino. Quedan muy pocos Verdaderos Creyentes, y los malignos están tratando de desviarlos de su camino”.

Entre las personas buenas, había un Cum-pah-whit-lah-wen, un guardián de los hombres medicina, y Agustín le contó lo que le había sucedido. Pero este también le dijo:

“No podemos hacer nada. Somos muy pocos para hacer algo”.

Sucedió que los malignos acusaron a la madre de Agustín de poseer más poder que todos los hombres medicina juntos, lo que significa una acusación muy seria, incluso hasta el día de hoy, y fue desafiada a ir a la habitación medicinal frente a todo el pueblo a realizar milagros junto a ellos, sabiendo bien que ella no era capaz de tal cosa. El desafío era a muerte. El que saliera vencedor tendría que matar al perdedor sin oponer resistencia alguna.

La pobre anciana les dijo a sus hijos entre lágrimas:

“Ya nos han matado. No sabemos nada de medicina. Es mejor que nos preparemos para morir”.

“No, nana”, dijo Agustín. “No desesperes aún. Prepara comida para Pedro y para mí, que iremos a otras aldeas a pedir consejo. Tal vez los hombres medicina de allí puedan decirnos qué hacer”.

Y la madre, aún llorando, preparó algunas tortillas, y atándolas a sus cinturones, los jóvenes partieron.

Pedro, el más joven, se dirigió hacia el oeste, y Agustín tomó el camino hacia el norte. Con quien sea que se cruzaran o cualquiera fuera la aldea a la que arribaran, debían pedir ayuda.

Cuando Agustín llegó al pie de las montañas, estaba muy sediento, pero allí no había agua. Al entrar a la quebrada de un río, vio a Hyo-kwáh-kwah-be-deh, un pequeño pájaro del color de la arena que construye su nido con piedras y arcilla en las grietas de los acantilados. Él pensó:

“¡Ah, pajarito! Si pudieras hablar, te preguntaría dónde podría hallar agua, porque me desmayo de sed, y no me atrevo a comer, porque eso empeoraría mi situación”.

Pero el pajarito, leyendo su pensamiento, le contestó:

“Amigo Agustín, sé que tú eres un Verdadero Creyente. Te mostraré dónde pueden hallar agua, o espérame, e iré a traerte un poco, porque es muy lejos”. Y voló.

Y Agustín entristeció, y pensó:

“¡Dios! ¿Cómo podré saciarme con tan poco agua?”

Pero el pajarito le contestó:

“No pienses eso, amigo. Aquí hay suficiente agua, y más. Aunque tomes todo lo que desees, siempre va a ver más”.

Y era cierto. Agustín bebió y bebió, y comió algunas tortillas y bebió un poco más, y cuando estuvo satisfecho, la bellota aún estaba llena de agua.

Luego el pajarito le dijo:

“Ven conmigo que te guiaré. Pero cuando lleguemos a la cima de la montaña y yo te diga: “Estamos en la cima”, tú debes decir: “No, estamos al pie de la montaña”. No lo olvides”.

Agustín se lo prometió, y el pajarito voló delante de él. Caminaron durante un rato, y cuando llegaron a la cima, el pajarito dijo:

“Amigo, estamos en la cima”.

“No”, dijo Agustín, “estamos al pie de la montaña”.

Tres veces el pajarito repitió estas palabras, y tres veces Agustín respondió lo mismo. La tercera vez que le contestó, se encontraron en una habitación dentro de la montaña. Delante de ellos había una puerta, y junto a ella, Cum-pah-whit-lah-wíd-deh, un guardián, quien se dirigió a Agustín, ya que el pajarito había desaparecido:

“Hijo, ¿cómo es que has venido aquí, donde nadie concibe llegar? ¿Crees que eres hombre?”

Agustín contó la historia del desafío de los brujos, de cómo había salido en busca de ayuda y de cómo el pajarito lo había traído hasta ese lugar. El guardián le contestó:

“Tú vienes con la valentía de un hombre. Puedes pasar”, y le abrió la puerta.

Y cuando Agustín entró a la siguiente habitación, que era tan grande que no podía ver donde terminaba, se encontró en presencia de los Verdaderos en su forma humana.

Allí estaban sentadas las divinidades del Este, cuyo color es el blanco; las del Norte, que son azules; y más allá de ellos, todos los animales sagrados: el león montañés, el águila, el oso, el búfalo, el tejón, el halcón, el conejo, la serpiente cascabel y todos los otros que pertenecen a los Verdaderos. Agustín tuvo mucho miedo, pero el guardián le aconsejó:

“No temas, hijo, sino ten el corazón de un hombre, y reza en todas direcciones”.

Entonces oró a las seis direcciones. Cuando terminó, los Verdaderos se dirigieron a él, diciéndole:

“¿Qué es lo que te ha traído hasta aquí? Con el corazón de un hombre, dinos”.

Agustín contó su historia, y luego los Verdaderos le dijeron:

“No te preocupes, hijo. Te ayudaremos”.

El Jefe Verdadero del Este le dijo:

“Hijo, te daré las ropas que debes usar cuando estés en la habitación medicinal para el desafío de poder”, y le dio cuatro taparrabos azul oscuro y unos mocasines para él y los otros tres jóvenes de buen corazón que lo acompañaría, y una manta negra y un par de mocasines para su madre.

Luego le dijo:

“Los de espíritu maligno llevarán a cabo esta competencia medicinal en la estufa”, donde es sacrilegio hacer medicina, “y cuando entren ustedes cinco, deben estar vestidos con estas ropas. Todo el pueblo estará allí, ancianos y jóvenes, y a penas habrá espacio para pararse. Y ellos se reirán de ustedes y los escupirán. Pero no les presten atención. Tomen este bastón para mantenerse aferrados entre ustedes. Que tu madre lo tome con una mano desde abajo, luego que el Whit-lah-wíd-deh lo tome con su mano encima de la de tu madre, luego la otra mano de tu madre, luego la otra mano del Whit-lah-wíd-deh. Luego tu hermano con una mano, luego tu mano, y la otra mano de tu hermano y tu otra mano por encima de las otras. Y cuando tú digas: “estamos encima de la montaña”, él debe contestar: “no, estamos al pie de la montaña”. Y deben continuar diciéndolo. Ahora debes continuar, hijo, con el corazón de un hombre”.

Luego, el Whit-lah-wíd-deh condujo a Agustín a la salida, y el pajarito lo condujo hasta bajar la montaña.

Cuando llegó a su casa, era la tarde del día acordado. Por la noche sería la competencia de medicina en la que se pondría en juego la vida o la muerte de ellos. Al poco tiempo, el hermano menor retornó, con sus mocasines y su ropa hecha harapos. Había viajado mucho por terrenos hostiles sin encontrar una sola alma que lo ayudara.

Agustín convocó a los cuatro Verdaderos Creyentes, y les contó todo lo que le había sucedido y lo que debían hacer, y les dio la ropa sagrada.

Por la noche se dirigieron a la estufa, que estaba repleta de brujos, y a penas tenían espacio para entrar.

Primero los brujos comenzaron con su medicina, convirtiéndose en osos, coyotes, cuervos, búhos y otros animales. Cuando acabaron, le dijeron a la madre:

“Es su turno. Muéstrennos lo que pueden hacer”.

“No sé nada de estas cosas”, dijo ella, “pero haré lo que puedo y los Verdaderos me ayudarán”.

Luego ella y los otros cuatro jóvenes tomaron el bastón sagrado como les habían indicado los Verdaderos a Agustín.

“Estamos en la cima de la montaña”, dijo él.

“No”, dijo su hermano, “estamos al pie de la montaña”.

Dijeron esto tres veces, y a la tercera vez que lo repitieron, todo el pueblo oyó los cascabeles de los Verdaderos, los truenos. Y en ese momento, la escalera, la única entrada a la estufa, fue expulsada fuera de la habitación, de manera que nadie podía salir.

Luego los hermanos repitieron las palabras nuevamente, y a la tercera vez, el trueno comenzó a rugir afuera, y pudieron oír claramente los cascabeles de los Verdaderos. Comenzó a llover violentamente, y el agua comenzó a caer por el agujero en el techo de la estufa, y un relámpago entró a través de él. Los hermanos siguieron repitiendo sus palabras, y muy pronto el agua ya les llegaba hasta las rodillas. Pero donde estaban parados los cinco Verdaderos Creyentes sosteniendo el bastón, había tierra seca. Al poco tiempo, el agua llegó a la cintura de los brujos y poco tiempo después hasta sus cuellos. Sus hijos se estaban ahogando. Le gritaron a la madre:

“Madre, tu poder es más grande que el nuestro, nos rendimos”.

Pero no les prestó atención, y sus hijos continuaron repitiendo las palabras, y el agua siguió entrando hasta que llegó al techo. Pero alrededor de ellos cinco, el agua permaneció contenida como por un muro.

Finalmente los hombres de espíritus malignos fueron ahogados. La lluvia se detuvo y el agua retrocedió tan rápido como había aparecido. La escalera volvió a aparecer por el hueco en el techo, y los cinco Verdaderos Creyentes salieron de la estufa y volvieron a sus casas.

El pueblo había quedado desolado. Ellos eran los únicos sobrevivientes. Sus familiares y amigos cercanos habían muerto con los brujos. Finalmente, no soportaron vivir en ese valle desolado, y decidieron mudarse a otra parte. En el viaje, la anciana madre y uno de los hombres murieron. Agustín fue al pueblo de Cochití y Pedro y el Whit-lah-wíd-deh se asentaron en el pueblo de Jemez, donde vivieron el resto de sus vidas.

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